13.10.10

Doscientos.

Al despertar esa mañana no se vistió con ropa de instituto porque sabía que no iría, ni se miró en el espejo porque sabía que pronto le taparían el rostro y cualquier sentimiento que pudiera reflejar, y tampoco avisó a nadie porque no supo nada de esto hasta que no fue tarde. No llegó a la puerta del instituto. Curiosamente, la calle estaba vacía cuando los vio venir. No hizo intento de fuga; lo último que vio fue como todo se volvía borroso.

Al despertar supo que no estaba en el mismo continente aunque, ¿qué importaba? Ya se había perdido, ya no era la misma. El lugar era luz, blanco,… si no le hubiese quedado algo de cordura habría jurado que estaba en las nubes y, más de una vez, deseó que así fuera. Las paredes eran acolchadas y no sabía por dónde había entrado ni si podría salir. Hasta que no sangró lo suficiente no dejó de cerciorarse de que aquello era real. Para mantenerse despierta contaba el número de respiraciones pero nunca llegaba al número doscientos antes de quedarse otra vez dormida. Definitivamente perdió la cuenta de las que veces que empezó a contar. También intentaba imaginarse que estaba viviendo un día normal y rutinario aunque fuese en una vida paralela, pero ni siquiera la imaginación traicionaba al presente. Al final, sin saber si ese final había alcanzado su meta días, semanas, meses, años más tarde o si todavía estaba a años luz para traición suya, dejó de sentir. Tenía el cuerpo entumecido de no moverse, la boca seca por la falta de agua, no recordaba cuándo se había silenciado su estómago. 

Supone que al salir de allí no se sorprendieron de ver un cuerpo sin fuerzas ni rostro ya que era lo que ellos habían creado. Salió y entró muchas veces de aquel sitio, siempre por caminos distintos. Si hubiese recordado cómo se hacía, habría pensado que le cambiaban de habitación cada vez, o quizás no era el cuarto el que se movía, pero esto lo piensa ahora. Terminó refugiándose en esas paredes acolchadas, rezando por no volver a salir fuera. Siempre que entraba, algo suyo se quedaba en el lugar al que la habían llevado ese día y ya no volvía a recuperarlo. Desconoce el número en que pueden dividir el alma y la cordura de alguien, pero duda que sea infinito aunque no llegase a descubrirlo. 

No sabe ni cuándo ni por qué salió de allí. Había olvidado el color del cielo y lo que significaba para ella mirar las estrellas por la noche. Sin embargo, recuerda con una nitidez absoluta el primer pensamiento que acudió a su triste lógica: “nadie entra loco, ninguno sale cuerdo”. Aunque, para todo hay excepción.

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