Safo

Realmente la razón por la que estoy escribiendo en este momento la desconozco. Hace un buen día, ya es primavera, el sol todavía es visible y los pajaritos empiezan a entonar esas canciones que me despiertan cada mañana cuando es verano y duermo con la ventana abierta. Un día maravilloso que podría pasar en la calle hablando y riendo con los amigos, jugando a las cartas como en los recreos por la mañana o simplemente pasando el rato. Una tarde en la que podría caminar no sólo para ver personas o escaparates, sino por el mero hecho de disfrutar de los sonidos, de los colores y olores que hay en la ciudad a estas horas. Pueden que os sorprendan mis palabras.
Sin embargo, estoy aquí, en mi cuarto, el mismo que hace tantos años que ya he perdido la cuenta, el mismo que me ha visto crecer, sufrir, vivir, sentir,… un buen compañero, a pesar de todo. Tengo amigos, claro, y podría llamarles para vernos. Y también tengo ganas de caminar, aunque haya gente que piense, a veces hasta yo misma, que soy demasiado vaga. Pero ahora mismo querría tirar las paredes y gritar al cielo. Si no lo hago es porque vivo en un tercero y porque gritar asustaría a las personas. Aunque a veces pienso… ¿qué importa lo que piensen? La verdad es que he dicho una mentira. Ahora mismo no querría únicamente tirar las paredes y gritar al cielo. Lo que más desearía en este momento, ahora, ¡ya!, sería desplegar mis alas y volar.

Podría decir que mi vida comenzó hace dieciséis años, cuando mis padres hicieron el amor y un espermatozoide fue tan listo que llegó al óvulo. Pero no, no ha sido así la cosa. Sí, sí que hubo un óvulo y un espermatozoide, pero mi vida comenzó exactamente hace unos meses, después de aquel fatídico accidente que me cambió el punto de vista hacia mi vida y la de los que me rodean.
Ocurrió en octubre del año pasado. Habíamos quedado, íbamos a vernos, a reír, a ver el pregón todos juntos como no pudimos hacer el año anterior. Íbamos. Pero no fue así. No hubo risas ni fiesta ni canciones en la calle principal después de los fuegos artificiales. Sin duda fue el mejor accidente de mi vida salir de casa aquella tarde con el pensamiento en la cabeza de una noche con los amigos. Ese día abrí los ojos, ese día caminé con paso firme por primera vez, ese día… digamos que volví a nacer, o nací. Algunos pensarán que soy una pobre muchacha que ha tenido una vida difícil, que no ha tenido amigos, que su familia la ha dejado de lado, que fue una incomprendida… puede que lo último sea cierto, pero he tenido amigos, familia y una vida sencilla a la par que buena. No me ha faltado nada nunca. Y tuve años felices, alguna vez. Pero, ¿fui feliz? Todo se reduce a eso, a la felicidad de uno mismo, y no sólo a la de los que te rodean, por mucho que los quieras. Una vez, una chica me dijo que era egoísta por querer que una amiga suya fuese feliz simplemente para que ella misma fuese feliz. ¿Eso es egoísmo? El amor nos hace egoístas. No, la vida ni es fácil ni agradable ni bonita ni larga. Pero hay personas ahí fuera que te hacen ver que tampoco es complicada ni desagradable ni fea ni corta. La vida es… ¿qué es? Es simplemente tener una razón por la que levantarte por la mañana con una sonrisa en la boca. Es querer hacer reír a los que tienes cercar por la sencilla razón de que si ellos ríen tú ya estás satisfecho contigo mismo. Es saber que tienes recuerdos en la memoria que te hacen vivir de nuevo aquellos malos y buenos momentos. Es estar seguro de que si tú caes no caerás solo, pero que si te levantas habrá alguien a tu lado. Es irte a la cama y al recordarlo todo… volver a sonreír como lo hiciste por la mañana. Es simplemente tener fe, seguridad y confianza, no en uno mismo, sino en uno mismo y en los que nos quieren.

Mi gestación ha durado más de dos años. Me concibieron cuando era una chiquilla insignificante que creía tener la vida perfecta, los amigos perfectos y la visión de futuro perfecta. Y recordaré siempre la primera frase que me enseñó algo de provecho:
- No hay problemas fáciles ni problemas difíciles, sólo diferentes maneras de afrontarlos.
Y así es. Me enseñaron que seguir adelante no es decisión de unos, sino de uno. Que al querer y al creer tiene que ser porque uno decide y no porque unos deciden. Cada uno de nosotros tiene en su mano el lapicero que se necesita para escribir su vida. Y la firma que aparecerá cuando la terminéis… ha de ser la del autor de su vida.
Pensaréis que no dejo de repetir las mismas palabras. Empiezo a pensarlo también yo.

Una vez tuve la sensación de que me faltaba el aire, que me metían en una jaula grande con paredes anchas que se iban juntando cada vez más y más y más entre ellas hasta que todo se convertía en una jaula pequeña con paredes diminutas en la que yo estaba atrapada sin salida alguna. Como un gigante en una taberna de pueblo. Una taberna llena de ruido, de humo, de polvo y alcohol, con mujeres enseñando sus ligas y hombres de miradas lascivas. Podría compararme con una monja en aquella taberna. Una monja que termina quitándose el hábito para enseñar sus más ocultas impurezas a hombres y mujeres por igual. Monja que saca de sí misma los pecados haciendo realidad el sueño de ser una estrella tan grande que estaría más cerca de Dios que ninguna otra. Podría compararme con ella, puesto que yo también destruí las paredes y pude enderezarme en esa jaula que fue mi única amiga durante mucho tiempo. Y así salí al mundo real, imperfecto en todas sus esquinas.

Sin embargo, hay cosas que nunca cambian, que son iguales desde el principio de los tiempos. Por ejemplo, que el sol aparezca por el este todas las mañanas y la luna salga por el mismo lado por las noches. Aunque es cierto que las estrellas no aparecen siempre en el cielo, pero sabemos que están ahí. No hace falta ver algo, ni tocar ni sentir, para saber de su existencia. Los sentidos son traicioneros la mayor parte del tiempo, el corazón pocas veces. Saber es suficiente. Así que si hay algo que no cambia es que, simplemente, hay día y noche, haya estrellas visibles o no.
Por el contrario, la gente cambia, a veces de un día a otro, a veces sin ser conscientes o a veces porque se guían por otros, antes que por sí mismos. La gente cambia y con ellos cambian las vidas de otras personas. Parece un efecto dominó. Tiras una pieza y se caen el resto. Algunas caen bien, hacia delante. Otras se van hacia los lados y algunas deciden que están bien donde están y no van a moverse, así que las siguientes tampoco lo hacen. En el efecto dominó se suele terminar con un dibujo, ya sea hermoso o no, pero ahí está. Podría decirse que la vida es un cuadro en continuo cambio.

Lloramos cuando nacemos. Nos obligan a llorar para saber que estamos vivos, que respiramos. Te vas haciendo mayor y esas lágrimas están o mal vistas o prohibidas. Y aún así quieres llorar.
De pequeña me gustaba llorar por nada, me gustaba abrazarme a mi madre y dejar que mis lágrimas fuesen libres. Llamarlas lágrimas dulces sería un acierto.
Cuando volví a nacer no hace tanto, también aparecieron esas lágrimas. Simples y claras, que limpiaban todo lo que dejé guardado dentro.
Desde entonces, y muy a mi pesar, las lágrimas son… agrias, escuecen, me hacen llorar más. Lo que no sé es por qué.

Hace unos años, antes de nacer, sentía que tenía ante mí un… cristal que me hacía verlo todo difuminado, borroso, imperfecto. El problema es que me acostumbré pronto a esa sensación, o quizás es que viví demasiado tiempo en ese mundo al que yo llamaba mío. Una vez escuché una frase que decía: “todo lo que vemos es la mitad de lo que existe”, yo pensaba que todo lo que veía era eso: todo. Después, una piedra se encargó de romper ese cristal. Una o varias. No sé quién lanzó la primera, si mi mano derecha o si fue la izquierda. Pero esa visión confusa desapareció mostrándome un paisaje todavía más oscuro que el que conocía de anterioridad. Era negro, siniestro, con criaturas sacadas casi de los cuadros negros de Goya. Y ahí estaba el aquelarre, esperándome para convertirme en otra de esas criaturas. Y me lancé de cabeza al océano desde el acantilado. Fue una decisión precipitada, una caída en seco. Pero no me arrepiento. Sigo perdida en ese océano. A veces sale el sol, otras veces hay tormenta. Dejo que la marea me arrastre al azar, y temo que alguna ola consiga ahogar mi penoso cuerpo. Y, aunque parezca que realmente se trata de un paisaje macabro, me gusta la sensación que se tiene al nadar de un lado a otro sin una dirección fija. No hay caminos marcados en las aguas, no hay guerras ni destrucciones artificiales… ni eres libre ni tienes cadenas. Puedes sumergirte hasta intentar alcanzar un suelo tan lejano como el destino, o puedes quedarte flotando mientras en el cielo se ven figuras y sonrisas, o algunas lágrimas angelicales, o la furia de los dioses y titanes. Han llegado a compararme con ese océano de cuento, por la siniestra sensación que tienen algunos de que hay más debajo de mí de lo que dejo ver. Y así es. Bien es cierto que… preferiría mecerme en una nube esponjosa y mirarme desde ahí arriba. Quizás es por eso que mi color favorito es el azul.

No encuentro razones lógicas para explicar por qué he escrito todas las palabras anteriores. No creo que haya una razón. Simplemente hay algo dentro de mí que está impaciente por salir a la superficie. Y ese algo es yo misma, pero de un modo distinto. Quiere salir a volar, a sentir al señor del viento sobre su rostro procurando evitar la continuidad de su aleteo hacia el frente. Quiere observar el cambio de los tonos en una paleta tan irreal como es el horizonte. Quiere cerrar sus enormes ojos oscuros para ser consciente únicamente de toda la oscuridad que se cierne en su mente y de los sonidos que no es capaz de observar de otro modo que aquel.
El color que el ser humano puede observar en más tonos es el verde, porque el verde es el color de la naturaleza donde ha vivido durante tantos y tantos siglos atrás. Ahora el ser humano pretende crear unos colores irreales detrás de ese verde sencillo que ha sido consciente de historias de guerras y nuevas oportunidades. Las aves siguen cantando al amanecer y los mosquitos aparecen en verano ansiosos por succionar la sangre en las venas de drogadictos, cantantes, soñadores, ladrones y asesinos. El mosquito no atiende a sentimientos o a actos, sólo busca su propio beneficio. Las aves no escuchan las lamentaciones de alguien que desea seguir en la cama hasta que la luz vuelva a surgir por entre las cortinas, simplemente entonan cantos que para ellos son más que piares. Pretendemos ser dueños del mundo, un planeta que creemos nuestro y gigante, y no queremos ver más allá de nuestra propia nariz, ya demasiado grande como para no necesitar su propio vestido.

Visto así, es normal que desee salir a volar, a sentirme libre, a creer que hay más detrás de los edificios que rodean este cuarto en el que me siento encerrada. No hay barrotes, ni cadenas atadas a pies y manos. No hay culpables ni excusas para actos que son sólo míos. No hay una razón para que continúe escribiendo mientras notas de piano se adueñan de las neuronas atadas a mis lágrimas. No hay un olor tan dulce y apacible como el que atrae la mañana. No hay un color tan grácil como el que tienen las sonrisas sinceras de aquellos que siempre te han dado una mano cuando te faltaban las dos. No hay caricia más singular que la que se siente cuando estás tumbado en el césped esperando que el sol decida no irse a dormir por un día puesto que tu piel se ha enamorado de esos rayos platónicos que nunca podrán ser sólo suyos. No hay mirada más profunda que la de tu enamorado cuando sólo te está mirando a ti, a ti de manera real, a ti cuando despiertas o te pones a llorar, a ti cuando te enfadas y decides no verlo nunca más. La única prisión que existe ahora mismo es la de mi piel, mis músculos, mis huesos y entrañas, la de mi cerebro y sus decisiones que ahogan los gritos silenciosos de dos corazones dentro de mí.

Antaño decidí romper por la mitad fotografías que detuvieron el tiempo en momentos que sentí felices y únicos. Hoy uso esparadrapo para intentar detener la hemorragia de letras que no parece tener idea de cesar en su viaje por llegar hasta el suelo e inundarlo de incoherentes sentimientos que una vez sentí míos y que hoy reconozco de alguien que no fui yo. Hoy decido romper en pedacitos diminutos las cartas de pasiones y amantes que consiguieron crear en mí el final del corto que una vez me puse a escribir. Destruyo con bombas y metralletas las sonrisas que se quedaron en el tiempo y las lágrimas culpables que confesaron más tarde. No existe cuadro en la pared de la biblioteca que retrate la historia real de dos gotas de agua idénticas en color y forma, gemelas en pecados, desconocidas de madre, pertenecientes a dos alcoholes distantes.

Sé que si ahora me pusieran delante la película de mi vida no me reconocería en ella. Y sé que si ahora me ponen la película de un futuro no tan lejano como puede ser el actual… pensaría que hay algo más detrás de esta fachada de colores rosados. Y… sé que si un genio de la lámpara me concediese trescientos años para seguir escribiendo en estas páginas… no encontraría un final lo suficientemente impactante como para que mi muerte no fuese en vano.
Ahora mismo puedo parecer un poeta con cuchilla en mano, rasgando el papel de seda donde escribió sus más profundos versos para dejar que la tinta oscurezca el profundo pesar que se agolpa en sus entrañas. O un jefe de gobierno escuchando en su despacho las palabras de cantantes sin futuro que luchan con esas notas por un mundo mejor y sus ideales que se corresponden con un hombre que tiene que está obligado a gritar sí cuando desea el no.

Rezo porque algún día pueda ser dueña de mi propia vida y por fin pueda ulular a la noche que oculta sus piedras preciosas a la vista de todos aquellos nervios que no entran en sueño. Rezo porque mis rizos puedan llegar a tener forma propia y se sientan orgullosos de ser tan imperfectos, y rezo porque las papeleras un día estén vacías de todas aquellas esperanzas que se han malgastado en servilletas.
No busco una pastilla alucinógena para que me de el mundo que deseo y la posibilidad de extender las plumas que me abrigan en las noches gélidas de enero. Busco la fuerza necesaria para que una droga no atraiga a la desesperación que hay dentro de la prisión. Busco el coraje suficiente para saltar las resbaladizas piedras de un río salvaje en la cima de la montaña, y no el puente de piedra que pueda jurarme la seguridad de mis pasos cuando ande hacia atrás con los ojos vendados.

Sé cuál es la frase griega que a me gustaría oír cada día de mi vida. La misma que gritaría Safo si fuese capaz de correr el reloj del tiempo hasta nuestra era, si pudiese hablar en un lenguaje que todo ser humano comprendiera sin letras ni acentos ni sonidos: Χαίρε, χαίρε, ελευθερία!

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