Érase una vez que no fue, había o pudo haber una plebeya con su propio castillo encantado de trozos podridos de madera. Unos, muy pocos, años después, esa madera se convirtió por abracadabra en barras de metal oxidable de color azul y luego blanco. A la plebeya le gustaba pasar entre los barrotes de un lado a otro, y habría puesto una habitación en cada hueco si no fuese porque todo esto es inventado. Nunca pensó en que se podía caer si subía arriba porque ella creía que volaba... ilusa. ¿Y si es castillo se caía por el peso de la plebeya que no comía? Bueno, ella dejó de visitar su castillo encantado antes de que eso ocurriera. Acabó temiendo a las brujas y a los duendes, a los fantasmas y a ese ser oscuro que la buscaba de noche. Ya no volvió a su castillo ni pasó cerca de él. Y la plebeya no vivió feliz ni comió perdiz porque, sencillamente, no vivió.
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