21.3.10

Se escuchaban los tacones de la vecina a la una de la mañana y los ronquidos de mi padre encima de la cama. No podía dormir. Y no eran culpables ni el dolor de cabeza ni de tripa ni los sonidos de esta última. Más tacones, ronquidos, un portazo y algún coche a lo lejos más el sonidos de los segundos pasando en el reloj. Y el sueño no llegaba por el cúmulo de decisiones que empezaba a aflorar. Y después nada. Ni coches, ni ronquidos, ni reloj, ni tacones, ni portazos, ni dolores. Me quedé dormida. El truco estaba en cerrar los ojos.

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